Roa Bastos, a solas con las palabras / por Daniel Moyano

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Cuando me llaman de El Independiente contándome que Augusto Roa Bastos ha ganado el premio Cervantes de Literatura y me piden que escriba un artículo sobre él, no es a mi mente adonde acude esa realidad literaria que es Augusto, sino a mis oídos; no son los títulos de sus obras ni su biografía los datos inmediatos que aparecen, sino una voz, su voz. Con timbre, con altura, con intensidad, que son las condiciones del sonido. No me refiero a la voz física de Roa Bastos sino a la que se «oye» en su obra. Es decir, hablo de los sonidos de su prosa.

Los escritores con voz, que no abundan, son los que hacen ascender el lenguaje en el sentido que le dio nuestro primer gramático don Antonio de Nebrija en 1492, cuando decía que al escribir su Gramática había tenido más en cuenta lo que suena en boca de la gente que la lógica del latín. Cito mal y de memoria, pero afirmaba que los pensamientos se generan en el ánima y ascendiendo por el áspera arteria que llaman gargavero, salen al aire en forma de sonidos, y que en esto la palabra no se diferencia del canto.

La lengua guaraní que se hablaba en ese país que Roa define como una gran isla rodeada de tierra logró sobrevivir a la conquista gracias a los jesuitas que la protegieron y la impusieron como lengua oficial en las Misiones. Convivió con la lengua de Nebrija, y mantuvo sus sonidos hasta ahora. Roa Bastos aprendió el guaraní antes que el castellano, y con la lengua materna asimiló los mitos y los sueños de un pueblo precolombino milenario, presentes en los estratos más profundos de su obra, en su visión del mundo.

Los sonidos del guaraní, tan dulces, forman parte de la música de Roa, especialmente en esta gran construcción verbal y tonal que es Yo, el Supremo, donde oímos sonar el castellano en uno de sus momentos más brillantes, mezclado hábilmente, y de una manera imperceptible con esa especie de arpa india que es el guaraní. De ese mestizaje sonoro, me parece, surgen los sonidos más hermosos de este maestro tañedor. El guaraní en su prosa castellana se oye por resonancia, como en esos instrumentos barrocos con cuerdas ocultas y no pulsadas que suenan por simpatía.

Roa es uno de esos escritores totales que al asumir el destino del país donde le tocó nacer cargó en sus espaldas no sólo esos sonidos y esos mitos indios, sino la tragedia de su pueblo, tan castigado por la historia a causa de la defensa permanente de su identidad.

Conocí a Roa Bastos por los años 60, cuando él ya llevaba casi veinte años de exilio argentino. Los escritores del interior del país, que no conseguíamos identificarnos con maestros como Borges o Cortázar, por razones de aislamiento con respecto a Buenos Aires, así como de pobreza económica, éramos más latinoamericanos que argentinos. Cuando Roa publicó Hijo de hombre y Juan Rulfo Pedro Páramo, dejamos de sentirnos solos y de duda de nuestra identidad. Ahí estaban ellos para demostrarnos que podíamos usar la propia voz. De Roa aprendimos a meter la tonada de nuestras provincias en nuestros escritos sin tener que recurrir a las palabras regionales, y evitando de paso que los escritores de Buenos Aires, que siempre fueron muy europeos, no nos tildaran de folklóricos.

Cuando digo nosotros estoy hablando de escritores como Haroldo Conti, Antonio di Benedetto, Juan José Saer, Juan José Hernández, Héctor Tizón y muchos más que, al revés que los del boom, que aparte de ser buenos escritores estuvieron sostenidos por el triunfo de la revolución cubana, fuimos los escritores enmarcados por las dictaduras militares, o sea por la derrota, y, como Roa, tuvimos que tomar el camino del exilio.

Roa ha cumplido un compromiso ético y estético con su pueblo. Ha convertido en palabra y en belleza todo eso que le viene sucediendo al Paraguay desde el año 1537, cuando se fundó ese fuerte que andando los años sería Asunción. A nosotros la derrota no nos dejaba a veces estar a solas con las palabras como lo ha hecho él admirablemente y como lo ha dicho en un poema.

Además de enseñarnos a usar sin miedo nuestra tonada regional, Augusto también nos enseñó el exilio, con su conducta. Durante más de cuarenta años fuera de su tierra, ha ido convirtiendo el destierro en una ética. Todo lo que su país le negó, lo convirtió en belleza y en voz de su país.

La música buscada por Nebrija en su Gramática ha encontrado en Roa Bastos a uno de sus mejores tañedores. A uno de los más perfectos artífices y, a su vez, su mejor instrumento, el más adecuado a sus contenidos.

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